25 de Septiembre de 2016 –26° Domingo
Ordinario Ciclo Dominical “C” – San
Lucas 16, 19-31
Lázaro (Eleazar: el ayudado por Dios; Dios ayuda)
vivía en la misma calle, estaba continuamente
a la puerta de la casa del hombre
rico. Eran vecinos. Pasaba el rico, sin nombre, cotidianamente al lado de este
hombre, ¿Se habrá parado a mirarlo, le habrá hablado, le habrá prometido su
ayuda, habrá pedido a sus servidores que lo alejen de la puerta de su casa para
que no causara una mala impresión a sus visitantes importantes? Lázaro y el
hombre rico son vecinos. Viven cerca, son próximos, pero para el rico Lázaro no
es su prójimo, recordando lo que eso significa para Jesús cuando pregunta al
maestro de la ley: ¿Quién es mi prójimo? (Lc 10, 29). Está cercano, a la vuelta de la esquina, en la puerta de su
casa, pero no lo ve como su prójimo.
La segunda parte de la historia nos coloca frete
al juicio de Dios y el final de la vida de estos dos vecinos. Se convierte en
un juicio de Dios en el que Lázaro no habla porque Dios es su defensor y el
rico se defiende a sí mismo buscando apoyo en su tradición religiosa
e invocando a Abraham, que se convierte en su fiscal y juez, más que en su
defensor. Hasta pide un milagro para que sus hermanos no vivan la misma
experiencia y cambien su conducta; pero Abraham sentencia que ya saben el camino aunque no lo sigan.
La indiferencia es la
clave de esta lectura. Ya lo recordaba el papa Francisco en su mensaje de la
cuaresma del año pasado. No querer ver al que está al lado, no ver al
pobre, al caído, al fracasado, al vencido. Y más aún, desde una óptica más
prospectiva: no
querer mirar para no tener que hacerse cargo. No querer inclinarse y tocar a
Cristo en la persona, en Lázaro. En la parábola de los dos hijos el padre lo
abraza, lo toca con sus manos de papa-mamá y con ello lo resucita y lo hace hijo,
hermano de nuevo. No querer escuchar; una de las obras de
misericordia es enseñar al que no sabe,
pero en esta ocasión no se trata de la superioridad del maestro, de quien sabe
y enseña, sino de la cercanía de saber escuchar, acoger la súplica, la
necesidad y hasta la voz del caído. Escuchar es poner en igualdad a caído sin
adoctrinar ni criticar.
Hay que actuar. Las
palabras nos son suficientes cuando Lázaro está en el suelo y su única compañía
son los perros. Hay que actuar. Hacer realidad la misericordia en sus obras o
acciones: dar de comer, dar de beber, vestir, dar casa, acoger, dar mesa. Es mi
vecino, Mi prójimo. Dignificar: es una nueva obra misericordia.
Al acercarme, escuchar y responder a sus necesidades abro la puerta para que esa persona se valore, se
recupere, viva sus dignidad de hijo de Dios, su dignidad humana y comparta los
bienes de la creación cuyo uso y gozo tiene derecho.
El juicio de la segunda parte del relato nos
lleva a las preguntas del Maestro en Mt 25, 31-45: ¿Lo que haya hecho con uno de estos
pequeños lo hicieron conmigo? No se juega mi fe en milagros, en
apariciones o en muertos que vengan a avisarnos. Ya conocemos el mensaje de
Jesús y sus exigencias. Lo válido son las actitudes, las acciones, los hechos
que dan respuesta, se acercan, dan de comer, dignifican a nuestro vecino
Lázaro. ¿Cómo
se llama el Lázaro que está a mi puerta, en mi calle?. ¿Sabe su
nombre? ¿Sabe por qué está ahí?. ¡Ya sabe lo que hay que hacer¡ Saludos.
P. Esteban Merino Gómez, sdb.